Ah, los libros… Encierran en sus páginas el alma de la humanidad. Pero no son su prisión, sino su aliento. «Cuando nuestra alma no puede gozar de la belleza del cielo, ni del perfume de los jardines, ni de la vista de las flores, no queda más que un remedio: leer, porque el jardín más hermoso es un armario de libros. ¡Un paseo a través de sus estantes es la distracción más dulce y encantadora!» Así se habla en Las Mil y Una Noches del encanto de lo que los libros contienen.
Si todo el mundo fuera destruido pero quedaran los libros, de ellos se podría obtener la información para reconstruirlo porque son el depósito de su memoria. Quien los leyera podría revivir todas las emociones y pasiones humanas que los mejores escritores han sido capaces de concentrar en palabras e imágenes.
Estos
objetos inertes tienen un peso y un volumen, una consistencia. Pero lo que
contienen, el texto, es su alma, que revive en el lector. Su alma son las vidas
que en él se describen: vidas miserables y excelsas, rutinarias y vibrantes,
vidas de verdad y de mentira… En el texto cabe todo, los detalles más
delicados, las más bajas traiciones y las gestas más gloriosas. Quien lee vive
vidas de más.
Esas
vidas exitosas o desgarradoras son narradas con una sensibilidad que la mayoría
de las personas no poseemos. Nunca viviremos con la intensidad de los
personajes de Dostoievsky ni vibraremos con la finura de espíritu que se
trasluce en los textos de místicos como san Juan de la Cruz, por citar dos
extremos.
El
libro que suele llegar al lector es el que está en boga en un determinado
momento y que se compra por impulso. Normalmente se busca en él
entretenimiento, información o emociones. Pero otros le llegan de manos de
quien se los ofrece personalmente. Christopher Morley cuenta en La librería ambulante (Periférica 2012),
donde refleja su pasión casi misionera de vendedor de libros, cómo recorre con
su precioso cargamento amplias zonas rurales de Estados Unidos y cómo le acecha
siempre la decepción, porque no consigue atraer a la gente: No deja de pensar
que si fuera panadero, carnicero o vendedor de escobas, sería mejor recibido y
tendría más éxito. Sin embargo, persiste en vender libros, que él tiene por
tesoros.
Cada uno es una joya para
quien sabe apreciarlo. Algunos de ellos vierten en el corazón, en los momentos
que se necesitan, palabras de consuelo, de aliento y de verdad. .
Es más, al leer ciertos libros,
inmediatamente comprendemos que contienen parte importante de nuestro proyecto
de vida y conectamos con su alma. Ni siquiera nosotros mismos hubiéramos
expresado mejor aquello a que aspiramos.
Lo más sutil de la vida nos
puede llegar a través de ellos. La entrega altruista heroica y la búsqueda de
la transcendencia, por ejemplo, están cifradas en múltiples libros. ¿Qué tiene
de extraño que se hable de las religiones del libro? La doctrina y la propuesta
ética del judaísmo, el cristianismo y el islamismo están contenidas en libros,
la Torá, la Biblia o el Corán. El libro, su libro, alimenta la esperanza del
creyente y le conmina a atender generosamente al prójimo, aunque también ha
sido utilizado para lograr su sumisión.
Es muy importante suscitar
pronto en los niños el apego a los libros. Quien abre un libro ante ellos no
les muestra simplemente una curiosidad que puede atraer su atención, como quien
eleva una cometa al cielo para que admiren su vuelo. Lo que está haciendo es
mostrarles que en sus páginas aletea un alma y que en ella podrán encontrar por
adelantado la vida que aún no han vivido, contada con gracia y agudeza para que
su descubrimiento resulte atractivo.
En el libro reposa el tiempo y
la memoria de los antepasados. Allí siguen vivos sus pensamientos y lo que
vivieron. Toda esa experiencia se habría perdido irremediablemente si no
hubiéramos tenido un medio de consignarla.
Los libros contienen no solo
las palabras de los sabios, sino también las leyes por las que se rigieron las
sociedades que nos han precedido y las religiones que alimentaron sus creencias
y sus convicciones. Si no hubieran existido esos libros, siempre estaríamos en
la misma línea de salida y tendríamos que ir descubriendo todo sin otra ayuda
que lo que nos transmitiera oralmente la generación inmediatamente anterior a
la nuestra.
El libro es vida y alimenta la
vida. En la Biblia hay un pasaje que transmite esta idea de forma hiperrealista
cuando cuenta que Dios ordena a Ezequiel que se coma el rollo de papiro que
contiene las palabras que expresan su voluntad divina. George Steiner comenta
este pasaje de esta manera: «Cuando Dios ordena a Ezequiel que se coma el rollo
donde el profeta ha consignado el dictado divino, cuando le ordena que
convierta el texto en una parte de su identidad corporal y mental, hace de la
fusión del libro y la persona una obligación para el judío.»
En la letra habita el
espíritu, pero no todos los ojos lo ven, aunque sean capaces de reconocer los
signos tipográficos. Los del buen lector tienen la virtud de hacer que reviva
el pensamiento plasmado en esos signos. La lectura no es un acto inocente e
inocuo, impone al lector la obligación de mantener vivo el espíritu de esos
textos discutiéndolos, teniéndolos en
cuenta en su vida personal y utilizándolos en beneficio de la sociedad.
Para reparar la anorexia
lectora de muchos ciudadanos está bien que haya quien los llame a frecuentar
las páginas de los libros, en especial los clásicos. Alguien debe recordar
continuamente a los demás que algunos libros ayudan a vivir con más lucidez. Por
mucha experiencia que una persona acumule a lo largo de su vida, no obtendrá la
de quien se ha asomado a muchas otras vidas contenidas en las páginas de los
libros ni dispondrá de los estímulos que proceden de las lecturas.