domingo, 23 de octubre de 2016

LEER ES UN RIESGO

“Hace poco, leyendo el Tao te King, encontré un poema de Lao Tse que ha sido un nuevo disparador para repensar muchas cosas. El poema dice: «Ahuecada, la arcilla es olla; eso que no es la olla es lo útil». El hueco es lo útil. Aplicándolo a la lectura, yo diría que eso que no es el libro, es la lectura, es el acontecimiento que puede salir de ahí.” Esta pertinente reflexión que traigo a colación es de Roberto Castro.
Es verdad que hay lecturas de  muchos tipos que cumplen funciones que van desde el puro entretenimiento, pura distracción, hasta ser medio eficiente de información. Todas ellas se pueden calificar de lecturas funcionales.
Pero hay lecturas que suponen un acontecimiento existencial equiparable a un encuentro muy significativo o a una experiencia vital de primer orden, como pueden ser el amor o la muerte. Uno no sale indemne de esas lecturas que vuelven vulnerable su propia identidad. En efecto, no eres el mismo cuando has leído de verdad ciertos textos.

Pero esto sólo ocurre cuando se lee un texto sintiéndose interpelado por él y, por tanto, reaccionando con respuestas personales. Esto se produce cuando un libro nos descubre paisajes o abismos de nosotros mismos que desconocíamos completamente o que sólo sospechábamos de su existencia. George Steiner se hace esta misma reflexión con estas palabras: “Quien hay leído La metamorfosis de Kafka y sea capaz de mirarse al espejo sin arredrarse, quizá sea capaz, técnicamente, de leer los caracteres impresos, pero es analfabeto en el único sentido que realmente importa”.  

jueves, 13 de octubre de 2016

LA NOVELA DE MI VIDA

En una ocasión Culturamas me invitó a contar cuál era la novela de mi vida. En otro momento me hubiera puesto solemne y hubiera dicho que El Quijote o La montaña mágica, que también lo han sido, pero conté mi descubrimiento más personal, no inducido por ninguna autoridad sino por mi instinto. Escribí para Culturamas este artículo sobre La grúa, de Zimnik:
Tiendo a la racionalidad y la mesura. ¿O a la mediocridad? Tal vez una y otra apreciación no estén tan alejadas. Sin embargo, durante un tiempo tuve la tramposa ensoñación de atribuirme la autoría de La grúa, este maravilloso texto de Reiner Zimnik. Pero ya era imposible borrar su nombre impreso en sus ediciones en varias lenguas.
Supongo que debí leer este libro en 1981. Acababa de publicarse en español en la colección Austral Juvenil que dirigía Felicidad Orquín a cuyo buen criterio tanto debemos los que por entonces empezamos a escribir literatura infantil.  
La llegada de textos de grandes autores alemanes, nórdicos y sajones nos estaban haciendo ver entonces que las referencias que teníamos, tan ñoñas, nos bloqueaban.
Con este relato Zimnik dio en algún oscuro rincón de mi entretela. Aún me conmueve cada vez que lo releo. ¿De dónde nacía mi fascinación por esta fábula cuando mi atención se centraba en textos realistas donde más claramente se rompían los corsés que nos oprimían?
La grúa es un inquietante relato simbólico. Cuenta la historia de un hombre que se encaramó en lo alto de una grúa, que él mismo había ayudado a construir, para no bajar de ella. Se trataba de una grúa instalada en un punto de confluencia de comunicaciones fluviales, de carretera y ferrocarril para intercambiar mercancías de un medio de transporte a otro.
El hombre consigue ese puesto de conductor de la grúa desplazando a dos enchufados que lo pretendían. Desde ese día cumple escrupulosamente su cometido. Por otra parte, mira el mundo desde las alturas no de la soberbia sino de la honradez. Ve pasar la guerra y la paz, y contempla los intereses que se mueven a sus pies. Nunca se deja presionar ni con amenazas ni con sobornos. Desbarata las pretensiones de temibles ladrones fluviales y es testigo de los problemas que causan a un circo los días de canícula. Llevando hasta el límite su humor, Zimnik describe a su discreto héroe atrapando con su pala a un elefante enloquecido por la fiebre al que sumerge en el rio hasta que se le va la calentura, o llevando cada domingo a los doce concejales y su alcalde al otro lado del río.
Lo que mantiene a este solitario es una doble amistad; la de Lectro, al que no le importa prestarle unos kilovatios si su carretilla eléctrica con doce remolques se queda sin energía, y la del águila que le ayudará a detectar las manadas de tiburones que pretenden derribar la grúa y que le acompañará hasta el final.   
El conductor desciende de la grúa cuando ya es muy viejo y está cansado. Le acompaña el águila. Un niño cree ver también junto a él otra maravilla, «un león plateado». Sencillamente ha cumplido fielmente su misión de ser humano. El alcalde demuestra entenderlo muy bien al hacer este comentario: «Es un hombre sabio.»
La grúa tiene todos los ingredientes de una bonita fábula. Me veo en ella. También estoy a punto de tomar la decisión de bajar de la grúa. Y francamente tengo envidia de quien la escribió… y la dibujó, ya que los dibujos a plumilla también son obra de mi admirado Zimnik