La función principal del
arte, y de una manera muy clara de la literatura, es cultivar la conciencia,
desarrollar el sentido de lo que el hombre es como ser humano y mantenerlo vivo.
Pocos osarían contradecir esta afirmación.
Pero algo que cae por
su propio peso parece que, en la práctica, se pone en entredicho. De hecho, con la sana intención de ensanchar la base del número
de lectores, se tiende a ofrecer textos que se proponen entretener, sin tener
en cuenta si contribuyen o no a elevar el nivel cultural de los mismos.
¿Ocurre esto
especialmente en la literatura infantil y juvenil?
A esto voy. En temas
capitales como este, me gusta hacerme las mismas preguntas que nos hacemos
hablando de los adultos.
La cultura no es un
corpus estable y consolidado. Sus límites no están bien definidos por lo que
hay quien traza su perfil en lugares muy diferentes. Esto viene condicionado,
en primer lugar, por el hecho de que la cultura abarca muchos campos y los conocimientos
en cada sector son tan vastos que no se
encuadran fácilmente. Todo conocimiento contribuye a formar una conciencia
humana más afinada. Por otro lado, tampoco se puede hacer una gradación clara
de los niveles de cultura que se han de lograr en cada edad.
No obstante, está claro
que el cultivo de lo que nos hace personas es progresivo. Por tanto, media toda
una pedagogía para progresar en la consciencia; ejercicio que dura toda la
vida. La edad, que nos va concediendo automáticamente la madurez física, no nos
concede de la misma manera la madurez cultural. El proceso de apropiación de la
cultura es apasionante pero también arduo. En términos generales, para que sea
exitoso ha de ser intencionado. Y lo ha de ser también en una de las
actividades que más contribuyen a crecer culturalmente, la lectura.
Por eso engaña quien
pretende reducir la lectura a ser entretenimiento más para el tiempo libre, a
lo que va ligado solo al placer. La práctica de la lectura exige cierta iniciación
y una dedicación continuada, y, hasta me atrevería a decir, cierta
sistematicidad.
Los textos que piensan
en el niño como lector implícito han de ser en primer lugar, interesantes,
seductores. Naturalmente. De lo contrario, si no les atraen esas historias, los
niños abandonarán la lectura. Pero, si esos textos no cuentan historias
verdaderas, sean realistas o imaginativas, tampoco les dejarán ningún poso y no
les habrán ayudado a crecer. Con esto no me estoy refiriendo a que deban
contener moralejas o “valores” más o menos explícitos. Basta que sean historias
que exijan un mínimo de reflexión porque ponen al lector ante encrucijadas en
las que tiene decidir. En resumen, han de ser narraciones que dejen preguntas
en el lector.
El nivel de las estas sí
que habrá que medirlo. No pueden ser tan tontas que tomen al niño lector por imbécil;
él lo nota aunque tal vez no sabría explicitar lo que le hace rechazar aquel
texto. Lo rechaza porque se siente minusvalorado. Pero tampoco pueden ser tal
difíciles que planteen preguntas que están muy lejos de sus preocupaciones. En
este caso, el lector joven desconecta porque aquello no va con él.