martes, 22 de enero de 2013

RESPONSABILIDAD DEL QUE ESCRIBE

"¿Que el arte asuma responsabilidad? ¡Qué desatino! ¡Qué anticuado!" Así comienza Javier Gomá un artículo en su libro Todo a mil (Galaxia-Gutenberg, 2012). El filósofo se contesta que siempre ha sido así. Y después explica lo que viene defendiendo a menudo, que el arte nunca ha dejado de servir al progreso moral del hombre, aunque de diferentes formas. Hasta muy recientemente "la única elección posible para el hombre civilizado era militar en la bandera de la liberación subjetiva contra la opresión ideológica y política". Y ya que la batalla por el progreso moral se libraba en este campo, el yo subjetivo y sus conflictos han sido la gran temática de la novela. En este momento en que la conquista de la libertad individual es un hecho casi generalizado, se impone que el tema dominante sea otro: la contribución del individuo a la sociedad, o sea, la armonización de la libertad personal con su dimensión ciudadana. Gomá afirma que también tiene que haber una poética que acompañe y anime a la formación de eso que que llamamos ciudadanía.
   ¿Cómo traducir esto a la literatura para niños y jóvenes? ¿Ocurre lo mismo?
  A mi entender, no exactamente. En la literatura juvenil esas dos temáticas no se plantean como dilema. El conflicto es inherente al crecimiento que es, en definitiva, la conquista de un yo propio. Pero la educación supone restricciones a la libertad individual y tutela por parte de los adultos. La narrativa juvenil no puede, por tanto, dejar de contar en historias que expesaen la conquista de la subjetividad que, en buena parte, es descubrimiento de la realidad interior y exterior. Por otra parte, el niño y el joven lector también han de ser llamados a la tarea de construirse como ciudadanos.
    ¿Cumplen la literatura infantil y juvenil estas tareas? Me temo que el primer cometido se ha relajado o se queda relegado a un segundo plano. Aunque tengo la impresión de que nuestra literatura juvenil, fuera de aportaciones muy significativas como las de Sierra i Fabra, nunca fue demasiado lejos en el cometido de la lucha por la conquista de la libertad indivudual. Para llenar este hueco nos hemos nutrido más bien de traducciones. En este sentido la aportación de ciertos catálogos editoriales como los de Alfaguara, SM, Lóguez y otras fueron muy importantes para los lectores y, al menos en mi caso, también para mi formación como autor. Aún recuerdo la avidez con que leímos algunos de esos libros hace treinta años cuando empezaron a llegar.
   Respecto al segundo, la construcción del ciudadano, se ha pretendido hacer como respuesta a programas demandados por instancias con responsabilidad en la educación. Ha sido lo que genéricamente se ha dado en llamar "literatura de valores". Han aparecido muchos textos pensados para este cometido, creo yo, por dos motivos: porque los requería la pedagogía -era una forma subrepticia de colar valores a niños que ya no admiten "sermones"- y porque, debido precisamente a esa demanda, narraciones de esas temáticas daban buenos números de venta.
   No me atrevo a decir qué ha resultado de todo eso porque no conozco suficientemente el tema, pero tengo la impresión de que la oferta literaria no acaba de cumplir a satisfacción esos dos cometidos. Unos libros porque quedan marginados y otros porque son excesivamente instrumentales. Basta ver que las novelas que son objeto de buenos lanzamientos -que, en definitiva, son las que llegan-, cuentan historias de entretenimiento.
   No pretendo lamentarme de este hecho. Quiero hacer una llamada a la autocrítica sobre la calidad de nuestra reflexión sobre lo que escribimos y para qué escribimos, en definitiva, una llamada a la responsabilidad y a un cierto debate colectivo sobre este asunto capital.
   Mientras escribo estas líneas, me vienen a la mente unas jornadas abiertas a las que asistí el año pasado en la Casa América de Barcelona. En ellas, varios autores latinoamericanos discutían sobre cómo se plantaban su trabajo en el marco cultural y social en que ellos viven. Tal vez no he tenido suerte pero debo reconocer que en muy contadas ocasiones he asistido a un debate del mismo nivel entre autores de nuestro país.
   Ahora me doy cuenta que incido, aunque solo sea lateralmente y sin pretendrlo, en un tema que Ana Garralón planteaba abiertamente en su blog donde venía a decir que en estas última décadas ha evolucionado -y mejorado- mucho la ilustración y poco la escritura. ¿Se explicará al menos en parte este fenómeno por un déficit de autoreflexión  y debate sobre la responsabilidad del que escribe? Se esté de acuerdo o no con sus afirmaciones, a Ana hay que agradecerle la libertad con que se expresa. Por cierto algo nos ocurre cuando lo que es un ejercicio de libertad a algunos les parece descaro.     
   La pregunta que me hago y que lanzo también a los que escriben o piensan sobre la narrativa para niños y jóvenes es esta: ¿Qué temáticas no deben faltar en una literatura juvenil? ¿A cuáles se habría de dar prioridad?
  Claro que siempre chocaremos con el asunto de su viabilidad comercial. Pero esto que lo estudie quien deba hacerlo. Y no seré yo quien diga que es tema menor ni que deba dejarse de lado.
  

miércoles, 9 de enero de 2013

PEOR QUE QUEMAR LIBROS

Estoy leyendo un fascinante libro de Fernando Báez publicado por Destino: Nueva historia universal de la destrucción de libros. El autor, comentando la censura y la quema de libros en la antigua Unión Soviética, habla de persecución que sufrió Joseph Brodsky, premio Nobel de Literatura en 1987. Aunque tuvo que exiliarse y sus obras fueron prohibidas y destruidas, se permitió escribir con cierta amargura: "hay algo peor que quedar libros y es no leerlos". Nos horroriza que los destruyan -otros,claro- pero no nos damos cuenta de que los tratamos con desdén similar si ni siquiera los abrimos.

sábado, 5 de enero de 2013

EXPERIENCIA POLÍTICA DEL LEER

Acabo de leer La tristeza del mundo. Sobre la experiencia política del leer, de Enrique Andrés Ruiz, publicado en 2010 por Ediciones Encuentro.
Una vez más constato que de toda lectura extraigo aquello que va construyendo mi propio libro interior y desecho otras muchas cosas a las que en otro momento hubiera sido sensible.  
René Girard, en Les origenes de la culture (2004), dice: “J’ai toujours l’impression que le livre que je suis en train de lire va bouleverser mon existence entière”. Es una sensación que, si quitamos el “siempre” (toujours) y lo sustituimos por un “a veces” o un “a menudo”, resulta fácil compartir. Enrique Andrés Ruiz, en La tristeza del mundo (Encuentro, 2010), nos habla de otra sensación que sí compartimos por completo: “¿No has sentido, lector, en alguna ocasión o –como en mi caso– en muchas, la sensación de que ese libro decisivo que te parece que ibas buscando, el necesario, ha venido a tu encuentro, cayendo se diría que por casualidad en tus manos y rompiendo así la funesta circunstancia de la labilidad, la dispersión y el extravío? ¿No has sentido que ese libro, esa página de ese libro preciso, te redimía, en definitiva, de la dispersión de las ofertas y te señalaba el camino de retorno al centro de tu vida? ¿No viste que tu vida se concentraba en ese punto al que el libro señalaba y que, rumbo a él, recuperabas la rectitud del sendero? Ese libro, lector, ya sabes muy bien que es el que consigue decir justamente lo que tú –así se dice en castellano– ya llevabas en la punta de la lengua”.