viernes, 28 de diciembre de 2012

LEER EN LOS NO-LUGARES

¿Qué hacemos en los tiempos muertos?
¿Qué hacemos en esos no-lugares?
¿En tiempos y lugares inexistentes, actividades inexistentes?
Los tiempos muertos –expresión ya antigua- son aquellos lapsos temporales que transcurren entre dos tiempos fuertes a los que consideramos llenos de contenido porque tienen un objetivo.  Hay tiempos para dormir, para comer, para estudiar, para trabajar…
Entre medio hay lapsos generalmente  más breves que destinamos a asearnos, a trasladarnos, a hacer un descanso, a charlar, a tomar un refresco… a veces también a hacer deporte. La lectura suele entrar en esta categoría no de ocupación sino de interludio. Es frecuente que muchas personas lean antes de ir a dormir. En un estado de semisomnolencia se toman lecturas “fáciles” o poco empeñativas. Además, cuanto mayor haya sido la actividad durante el día, el lector más rápidamente se duerme reduciendo esta actividad a algo residual.
Un viaje en tren o en avión se puede llenar de contenido. Y no digamos si se viaja en barco. Esos espacios temporales sobrantes, si se suman, suponen una buena cantidad de tiempo.
Tendemos a tener el tiempo medido para realizar nuestras actividades regladas. En el orden económico sabemos que las horas empleadas en el circuito laboral suponen unos ingresos. Por eso nos las tomamos en serio porque vivimos del trabajo que desarrollamos.
El leer es una actividad lúdica al margen del circuito laboral. Para no reducirlo a nada lo mejor es encontrarle acomodo en espacios en que no compitan con otras formas de ocio: la televisión, internet… 
¿Cómo llenar de contenido lúdico –y al mismo tiempo cultural- esos espacios de tiempo que “perdemos” mentalmente porque nos sirven para el transporte o las inevitables esperas? Normalmente este tiempo lo pasamos en sitios donde la tecnología o la falta de instalaciones no nos permiten otras actividades, en no-lugares. Precisamente allí la lectura tiene un espacio sin competencia.

viernes, 21 de diciembre de 2012

EL ESCARABAJO FANFARRÓN

El escarabajo vio a lo lejos a un elefante, un animal juguetón que chapoteaba en el agua del río. Lo vio con sus ojitos diminutos desde tan lejos que no le impresionó. El pequeño coleóptero se sentía valentón porque era capaz de meterse con un ejército de hormigas.
Echó a andar por la orilla hacia aquel animal que se estaba bañando.
La casualidad quiso que en el camino encontrara un espejo. El bichito nunca se había visto a sí mismo reflejado en un espejo, ni siquiera en el agua de un estanque. Se quedó encandilado de verse allí. Pero el cristal era de aumento. De grandísimo aumento. Mirándose allí tuvo la sensación de ser tan grande como un rinoceronte. Entonces pensó: "Soy más fuerte que ese animal que está en el río. Le daré una lección."
Mientras aún se entretenía contemplándose embobado, orgulloso de su fuerza y ajeno a todo lo que ocurría a su alrededor, el elefante se plantó detrás del espejo, atraído probablemente por su reflejo. Ni siquiera vio al escarabajo. Un elefante no tiene ojos para bichos tan insignificantes. 
El bichito, envalentonado por la imagen que tenía de sí mismo, se apartó del espejo para ir a dar una lección al elefante.
Su primera reacción fue de contradicción. Le cortaba el paso un tronco de un árbol. Eso pensó que era. Estaba tan cerca que no se dio cuenta que no era un árbol sino una pata del elefante.
Miró hacia el río y no vio al que había elegido como adversario para alardear de su fortaleza. "Me ha visto tan fuerte que el muy cobarde ha huido", pensó el pretencioso bichito. 

jueves, 13 de diciembre de 2012

LAS METÁFORAS Y LA LECTURA FÁCIL

 Una breve reflexión a propósito de la lectura de El curioso incidente del perro a medianoche, de Mark Haddon
                                                                                    
En 2004, un año después de que apareciera el original inglés, editorial Salamandra publicaba este inteligente libro –Premio Whitbread- que ha resultado un éxito tanto de crítica como de ventas. Su autor, Mark Haddon, que ha dedicado buena parte de sus esfuerzos a escribir libros para niños y jóvenes, demuestra con esta novela que las fronteras entre la literatura juvenil y la de adultos cada vez son más permeables.
El protagonista, un chico de quince años, se presenta así: “Me llamo Christopher John Francis Boone. Me sé todos los países del mundo y sus capitales y todos los números primos hasta el 7.507.” A continuación, traza dos dibujos de rasgos sumamente simples y explica que su profesora Siobhan tuvo que enseñarle que uno de ellos significaba “triste” y el otro “contento”, pues él no comprendía por sí mismo algo tan sencillo.
Christopher odia el color amarillo, el marrón y el contacto físico. Además, ama a los animales por unas razones tan simples como éstas: “Me gustan los perros. Uno siempre sabe qué está pensando un perro. Tiene cuatro estados de ánimo. Contento, triste, enfadado y concentrado. Además, los perros son fieles y no dicen mentiras porque no hablan.”
De esta forma descriptiva Haddon dibuja los rasgos de personalidad de alguien que padece una de las formas de autismo tipificada como síndrome de Asperger. Esas personas, que suelen ser muy inteligentes y están dotadas de una gran capacidad de abstracción, tienen en cambio serias dificultades de socialización y de relación, y sufren –éste es el detalle que me interesa para mi reflexión en este artículo- una incapacidad manifiesta para la comprensión de las formas metafóricas del lenguaje.
No es un problema menor porque la metáfora no supone sólo un embellecimiento retórico sino que forma parte del lenguaje cotidiano y afecta al modo en que percibimos, pensamos y actuamos.
La peripecia de esta novela policiaca es lineal y relativamente simple. Desarrolla una una búsqueda que irá destapando un problema familiar. No obstante, el protagonista, al desvelar ciertos aspectos de su familia, pone patas arriba el mundo de los adultos quienes, aun en medio de una convulsión que rompe los vínculos fundamentales, tratan de buscar componendas.
El texto se presta a muchos análisis porque Haddon ha dado vida a un personaje original que da pie a una lectura polisémica, aunque no sea difícil. Pero lo que me interesa aquí es llamar la atención sobre un aspecto concerniente al lenguaje que se pone de manifiesto precisamente por la incapacidad del personaje tanto para comprender como para utilizar expresiones metafóricas.
El autor tiene el gran mérito de contar una historia con instrumentos mermados –se veta la utilización de metáforas-, al haberse autoimpuesto narrar en primera persona a través de un personaje del perfil psicológico descrito. Los que, como Christopher, padecen el síndrome de Asperger tienen una casi total dificultad de comprensión de algunas de las funciones simbólicas del lenguaje. O sea, solo son capaces de interpretar las metáforas que ya conocen porque se las han explicado previamente. Las demás las interpretan en sentido literal. Por ejemplo, si se habla de «estirarse de los pelos», entenderán la frase como el movimiento físico de tirar de esos apéndices filamentosos con que suelen estar coronadas las cabezas.
Si no entienden las metáforas, naturalmente tampoco son capaces de utilizarlas. Al escribir la novela en primera persona, Haddon ha de lidiar con esa limitada capacidad de expresión del protagonista. Por tanto, se ha de reprimir para no hacer uso si siquiera de aquellas metáforas más simples que han cristalizado en el lenguaje común.
El mismo protagonista es consciente de esa limitación lo que le lleva a hacer afirmaciones como la siguiente: «Por ejemplo, si la gente dice cosas que para mí no tienen sentido, como “Estás como una verdadera cabra” o “Te estás quedando en los huesos”, hago una Búsqueda y compruebo si he oído decir eso antes». O sea, Christopher se ve obligado a acudir su memoria lingüística, aprendida a través de su profesora, para comprender correctamente esas pequeñas metáforas que para el común de los lectores son tan sencillas porque están fosilizadas en el lenguaje corriente.
La lectura de este libro me ha provocado una reflexión –que debe de ser una obviedad pero en la que yo no había caído- que me ha ayudado mucho a la hora de afrontar la reescritura de un texto para una colección de Lectura Fácil.
La reflexión es la siguiente: para que un texto resulte realmente fácil, y por tanto sea de lectura placentera para un lector poco habituado a leer en general o no acostumbrado a leer en una determinada lengua que conoce poco, la condición esencial no es tanto la reducción del léxico o la simplicidad sintáctica; la barrera más difícil de superar la comprensión de las metáforas.
Una persona cuya lengua materna está muy alejada de aquella en la que intenta leer tiene la gran dificultad de que las formas metafóricas cristalizadas en su lengua tienen poco que ver con las de la nueva lengua en que trata de leer. Su dificultad para comprender es semejante a la de Christopher, aquejado del síndrome de Asperger, que tiene que recurrir a rastrear en su memoria lingüística a ver si ya ha topado antes con esa metáfora.
Si nunca se topó con ella  o no la llegó a registrar en el disco duro de su memoria, esa frase le resultará muy difícil de comprender o le será simplemente incomprensible. Por tanto para ese hipotético lector vaya penetrando sin dificultad en una lengua, le será útil leer textos despojados totalmente o ligeros de expresiones metafóricas. De lo contrario, si no posee una determinada metáfora en su bagaje lingüístico de ese idioma, será incapaz de traerla a la pantalla de su mente y, por tanto, la dificultad de comprensión de determinados párrafos será insalvable.
La prueba la hice –por indicación de una profesora de inglés y convido a hacerla a cualquiera- leyendo este texto de Haddon en inglés. La versión original The curious incident of the dog in the night-time me resultó de lectura casi transparente aun sin tener un gran dominio de ese idioma. Para lograr una lectura comprensiva del mismo apenas surgen otras dificultades que las lagunas de léxico que uno pueda tener, que a menudo son subsanables por el contexto. Por las razones antes aducidas, creo que este libro hace patente que la facilidad de lectura de un texto estriba en gran parte en la limitación de figuras literarias, en especial las metáforas.
Esta constatación realizada a través de la lectura de El curioso incidente del perro a medianoche despejó muchas de mis dudas al encarar la reescritura del texto para Lectura Fácil. Estoy convencido de que la depuración de expresiones metafóricas facilita mucho más la lectura que le reducción de léxico o la simplificación de la sintaxis de las frases.  
Ya se sabe que la lectura no es una carrera rápida y corta, sino una prueba de obstáculos o de fondo. Pero el entrenamiento gradual y una adecuada pedagogía hacen que las vallas que hay que saltar acaben por no notarse.