jueves, 7 de abril de 2022

EL ALMA DEL LIBRO: SU CONTENIDO

 Ah, los libros… Encierran en sus páginas el alma de la humanidad. Pero no son su prisión, sino su aliento. «Cuando nuestra alma no puede gozar de la belleza del cielo, ni del perfume de los jardines, ni de la vista de las flores, no queda más que un remedio: leer, porque el jardín más hermoso es un armario de libros. ¡Un paseo a través de sus estantes es la distracción más dulce y encantadora!»  Así se habla en Las Mil y Una Noches del encanto de lo que los libros contienen.

Si todo el mundo fuera destruido pero quedaran los libros, de ellos se podría obtener la información para reconstruirlo porque son el depósito de su memoria. Quien los leyera podría revivir todas las emociones y pasiones humanas que los mejores escritores han sido capaces de concentrar en palabras e imágenes.

Estos objetos inertes tienen un peso y un volumen, una consistencia. Pero lo que contienen, el texto, es su alma, que revive en el lector. Su alma son las vidas que en él se describen: vidas miserables y excelsas, rutinarias y vibrantes, vidas de verdad y de mentira… En el texto cabe todo, los detalles más delicados, las más bajas traiciones y las gestas más gloriosas. Quien lee vive vidas de más. 

Esas vidas exitosas o desgarradoras son narradas con una sensibilidad que la mayoría de las personas no poseemos. Nunca viviremos con la intensidad de los personajes de Dostoievsky ni vibraremos con la finura de espíritu que se trasluce en los textos de místicos como san Juan de la Cruz, por citar dos extremos.

El libro que suele llegar al lector es el que está en boga en un determinado momento y que se compra por impulso. Normalmente se busca en él entretenimiento, información o emociones. Pero otros le llegan de manos de quien se los ofrece personalmente. Christopher Morley cuenta en La librería ambulante (Periférica 2012), donde refleja su pasión casi misionera de vendedor de libros, cómo recorre con su precioso cargamento amplias zonas rurales de Estados Unidos y cómo le acecha siempre la decepción, porque no consigue atraer a la gente: No deja de pensar que si fuera panadero, carnicero o vendedor de escobas, sería mejor recibido y tendría más éxito. Sin embargo, persiste en vender libros, que él tiene por tesoros.

Cada uno es una joya para quien sabe apreciarlo. Algunos de ellos vierten en el corazón, en los momentos que se necesitan, palabras de consuelo, de aliento y de verdad. .

Es más, al leer ciertos libros, inmediatamente comprendemos que contienen parte importante de nuestro proyecto de vida y conectamos con su alma. Ni siquiera nosotros mismos hubiéramos expresado mejor aquello a que aspiramos. 

Lo más sutil de la vida nos puede llegar a través de ellos. La entrega altruista heroica y la búsqueda de la transcendencia, por ejemplo, están cifradas en múltiples libros. ¿Qué tiene de extraño que se hable de las religiones del libro? La doctrina y la propuesta ética del judaísmo, el cristianismo y el islamismo están contenidas en libros, la Torá, la Biblia o el Corán. El libro, su libro, alimenta la esperanza del creyente y le conmina a atender generosamente al prójimo, aunque también ha sido utilizado para lograr su sumisión.

Es muy importante suscitar pronto en los niños el apego a los libros. Quien abre un libro ante ellos no les muestra simplemente una curiosidad que puede atraer su atención, como quien eleva una cometa al cielo para que admiren su vuelo. Lo que está haciendo es mostrarles que en sus páginas aletea un alma y que en ella podrán encontrar por adelantado la vida que aún no han vivido, contada con gracia y agudeza para que su descubrimiento resulte atractivo.

En el libro reposa el tiempo y la memoria de los antepasados. Allí siguen vivos sus pensamientos y lo que vivieron. Toda esa experiencia se habría perdido irremediablemente si no hubiéramos tenido un medio de consignarla.

Los libros contienen no solo las palabras de los sabios, sino también las leyes por las que se rigieron las sociedades que nos han precedido y las religiones que alimentaron sus creencias y sus convicciones. Si no hubieran existido esos libros, siempre estaríamos en la misma línea de salida y tendríamos que ir descubriendo todo sin otra ayuda que lo que nos transmitiera oralmente la generación inmediatamente anterior a la nuestra.

El libro es vida y alimenta la vida. En la Biblia hay un pasaje que transmite esta idea de forma hiperrealista cuando cuenta que Dios ordena a Ezequiel que se coma el rollo de papiro que contiene las palabras que expresan su voluntad divina. George Steiner comenta este pasaje de esta manera: «Cuando Dios ordena a Ezequiel que se coma el rollo donde el profeta ha consignado el dictado divino, cuando le ordena que convierta el texto en una parte de su identidad corporal y mental, hace de la fusión del libro y la persona una obligación para el judío.»

En la letra habita el espíritu, pero no todos los ojos lo ven, aunque sean capaces de reconocer los signos tipográficos. Los del buen lector tienen la virtud de hacer que reviva el pensamiento plasmado en esos signos. La lectura no es un acto inocente e inocuo, impone al lector la obligación de mantener vivo el espíritu de esos textos discutiéndolos,  teniéndolos en cuenta en su vida personal y utilizándolos en beneficio de la sociedad. 

Para reparar la anorexia lectora de muchos ciudadanos está bien que haya quien los llame a frecuentar las páginas de los libros, en especial los clásicos. Alguien debe recordar continuamente a los demás que algunos libros ayudan a vivir con más lucidez. Por mucha experiencia que una persona acumule a lo largo de su vida, no obtendrá la de quien se ha asomado a muchas otras vidas contenidas en las páginas de los libros ni dispondrá de los estímulos que proceden de las lecturas.

martes, 1 de marzo de 2022

EL LIBRO: EL OBJETO

 «El libro es como la cuchara, el martillo, la rueda, las tijeras. Una vez se han inventado, no se puede hacer nada mejor. El libro ha superado la prueba del tiempo…»  Umberto Eco

No se pueden cantar las bondades del libro de forma más concisa, ajustada y contundente que como lo ha hecho el escritor italiano. Ese genial artefacto permite, a través de los signos tipográficos impresos en sus páginas, que una información llegue a la mente de quien sabe interpretarlos.

Un cuento, un informe, un relato, un  novelón caben en unas gavillas de hojas de papel encuadernadas, la forma más cómoda, barata y eficiente que hemos hallado para acumular palabras. Es un invento genial para guardar esos soplos del aire que salen de los pulmones y que, modulados por la laringe, hacen vibrar las cuerdas vocales.

Desde el comienzo de la humanidad uno de sus grandes retos era transmitir la imaginación y la memoria. Se logró concentrando ese aire modulado, las palabras, en signos que fueran comprendidos por muchas personas. De esta manera pudieran perdurar.

Ese soberbio invento, la escritura, sin el que las ideas se hubieran volatilizado, precisaba de un objeto en que consignarla. El más perfecto ha sido el libro. Sin él, esas voces habrían pasado de boca a oreja, pero no habrían podido conservarse ni ser comunicadas a personas lejanas. Por suerte, las voces de los pensadores y los poetas han quedado plasmadas en el papel y las podemos despertar a nuestro antojo y pasarlas tantas veces como queramos de los pulmones de un locutor al oído de quien le escuche.

El libro, ese genial soporte físico de la memoria, solo transmite información a quien lo tiene en sus manos, le presta atención y lo lee. Solo así activa el intelecto de quien es capaz de interpretar esos signos. Y no solo transmite conocimientos sino que también provoca emociones. De otra manera no se entendería la fascinación que ejerce sobre ciertos lectores quienes, habiéndolas experimentado alguna vez, se convierten en lectores asiduos.

Los que venden los libros, los libreros, son magos que trafican con retazos de vida, de pensamientos y de emociones, que pueden acompañar y guíar la vida de sus clientes. Este es un viejo y noble oficio.

El libro no es un objeto neutro. Pretende atraer el interés, excitar la curiosidad. Por eso lo diseñan para hacerlo atractivo. Todos sus elementos materiales –las tripas, las tapas, las guardas, etc-, el diseño de la cubierta, la tipografía, las ilustraciones, los textos de su contracubierta, tratan de seducir. Y realmente realzan su belleza, aunque muchos lectores se sumergirían en sus páginas sin importarles su aspecto exterior.

La función de su elegante presentación no es solo hermosear el objeto, sino también orientar la lectura en determinado sentido. El editor trata de mostrar que lo que ofrece responde a las preocupaciones y a la estética apreciada por la sociedad  en ese determinado momento. Eso no es forzar su contenido, ya que todo libro, especialmente todo buen libro, es polisémico. No está mal realzar y poner énfasis en aquello que más llama la atención en cada momento. Los clásicos tienen en grado eminente esa virtud: se leen siempre como si hablaran la lengua de cada época y reflexionaran sobre sus problemas.

La fascinación que ejercen los libros en muchos lectores es muy grande. Al entrar en una biblioteca, estos experimentan emociones parecidas a las de quien se sienta en un banco de una catedral donde todavía se percibe el incienso que se ha utilizado en la ceremonia acabada de celebrarse. El lector acaricia los lomos de los libros, abre sus páginas, las recorre con la vista, las contempla… Aprecia su tipografía, las ilustraciones que los adornan, se fija en los paratextos que son como el cuño del editor. Los libros no solo se leen; son también objeto de contemplación.

Los libros se presentan de muy diversas formas. Algunos tienen el aspecto de objeto precioso cuyo valor está en su hechura, sus tipografías, sus adornos, su encuadernación… A veces son el tesoro de una familia que va pasando de padres a hijos.

Más incluso que la rueda, el libro ha sido un instrumento crucial en el desarrollo humano. Es uno de los grandes patrimonios de la humanidad. Ha permitido la difusión del conocimiento a gran escala. Tanto si se utiliza para afianzar las propias ideas como para derrotar las de otros, el libro se ofrece a cualquiera a precio razonable. Silencioso y discreto, no es arrogante ni se queja aunque lo traten mal. Está al alcance de todo aquel que desee abrirlo y dedicarle un tiempo. Eso sí, no se conforma con que le echen una ojeada, prefiere que lo lean reflexivamente tanto si quien lo hace está de acuerdo con él como si le discute sus ideas.

El libro, ese pequeño objeto, es un invento difícilmente superable. 

martes, 25 de enero de 2022

PARA QUÉ Y POR QUÉ LEEN LOS QUE LEEN

 

Los que leen no se preguntan por qué y para qué lo hacen. Tampoco al que come se le ocurre pensar cada día para qué come. Lo da por sabido. Le gusta comer y tiene constancia de que le es provechoso.

¿Hacerse esa pregunta no revela cierta inseguridad o al menos cierto desconcierto? Tal vez sí. No es tan evidente la respuesta a la pregunta por qué o para qué leemos. Roland Barthes hacía notar en El susurro del lenguaje (Paidós 2012) que, al hablar sobre la lectura, nos referimos a prácticas muy dispersas sobre las que expresamos «un destello de ideas, de temores, de deseos, de goces, de opresiones». Pero leer no es un capricho cualquiera, sino un ejercicio fundamental que acompaña la vida, y que ayuda a descubrirla, a disfrutarla y a sacarle más partido.  

Leer nace del deseo de descubrir a otros, de la curiosidad. En muchas personas esta es demasiado grande para que la puedan saciar con lo que oyen de viva voz a personas cercanas o con lo que ven con sus propios ojos. Los libros contienen lo que han visto antes que  nosotros muchas personas que han abierto amplios ventanales desde los que han oteado mundos diferentes, muchos de ellos insólitos. Estos serían invisibles para la mayoría de los humanos, si no hubiéramos podido mirar por esas ventanas. Nos asomamos a ellas porque deseamos aprender, conocer, sentir. Además, tenemos conciencia de que lo que esperamos encontrar nos llegará en un lenguaje atractivo.  

El camino que transitamos, el del lenguaje, nos seduce o nos interpela. No importa si los mundos que recorremos en las páginas de los libros son reales o imaginarios. Esos mundos creados por la literatura, sean esperanzadores o sórdidos, cálidos o fríos,  pueden ser realmente sorprendentes e impactantes.  

A menudo el excursionista camina por parajes que desconoce totalmente. Sin embargo, lo más habitual es que no haya decidido hacer ese recorrido por pura casualidad, sino porque algo le ha llevado a visitar determinados lugares: tenía noticias previas o alguna expectativa alentadora sobre ellos. .

Algo así ocurre con la lectura. Normalmente se tiene algún motivo, a veces muy inconcreto, incluso inconsciente, para darse a la lectura. Casi siempre se tiene algún atisbo de lo que se va a leer. Hasta tal punto esos atisbos son tan certeros que Pierre Bayard ha podido escribir un libro titulado Cómo hablar de los libros que no se han leído (Anagrama 2013). Cuando supe de él, me pareció una broma, pero después de leerlo pensé que debía tomármelo en serio. Lo que explica es muy razonable.

La superficie de papel impreso con signos tipográficos y dispuesta ordenadamente por páginas cosidas formando libros es inmensa. Antes de que existieran los libros, los escritos más antiguos hibernaron en papiros y pergaminos. El campo que tenemos a disposición es inmenso. Si nos detenemos en algunos de esos textos, es por algo: teníamos noticia de lo que contenían, alguien de confianza nos había encarecido su interés o el diálogo interior que manteníamos en ese momento nos había predispuesto a leerlos.

La misma hechura del libro es un cebo que incentiva la curiosidad: la calidad de la edición, la cubierta, el título, los textos de la contracubierta, la bella tipografía convenientemente espaciada que hace reposar la vista... Lo que se ve expuesto sobre las mesas de las librerías realmente llama la atención. Hay allí verdaderas obras de arte. Sin abrirlos siquiera, todo son motivaciones que avivan nuestra curiosidad y nos impulsan a abrir los libros..

El ansia de conocer la hemos satisfechos los humanos a través de los maestros, pero a estos no los tenemos a disposición. Muchos ya murieron y con otros no tenemos contacto porque están lejos o no son accesibles. La forma más fácil de acceder a sus pensamientos es a través de sus escritos que alivian nuestra ignorancia, nuestra incertidumbre y nuestra soledad. «La invención literaria es alteridad, y por eso alivia la soledad», escribía Harold Bloom.

Leemos porque leer permite cualquier indagación en muchas direcciones.  En primer lugar, facilita la búsqueda interior, tal vez la más difícil. Sin guías y sin mapas previos, cualquier espeleólogo que entrara por primera vez en una cueva recorrería el mismo tramo de galería subterránea ya recorrido por quien entró antes que él. En cambio, los que entran pertrechados con mapas elaborados por quienes ya estuvieron allí pueden llegar más al fondo. Quien sigue en las páginas de un libro indagaciones que otros intentaron antes  camina sobre una senda ya trazada. La recorrerá más rápido, con más seguridad y llegará más lejos.

El mundo es inabarcable para una sola persona en el breve espacio temporal de una vida. A través de los escritos podemos acceder a muchos conocimientos sin necesidad de averiguarlos directamente.

Pero es más, ni la descripción física de la tierra que pisamos, ni lo que se nos escapa a la percepción directa, ni las ficciones, que también forman parte de nuestro propio mundo, sabríamos expresarlos en un lenguaje adecuado si no leyéramos. Pues bien, leemos para dotarnos de todo ese acervo de lenguaje que precisamos para describir, entender y ensanchar el mundo en que vivimos. Yo nunca había oído ni leído la palabra piroclástico hasta que comenzó la actividad volcánica en Cumbre Vieja de La Palma. Hasta ese momento no disponía en mi vocabulario de una palabra para designar las rocas incandescentes que saltan por los aires con la explosión de un volcán. Ahora la tengo. Necesitamos continuamente adquirir palabras que expresen los nuevos fenómenos que van acaeciendo ante nuestros ojos o en el interior de nosotros mismos.

Somos el relato que nos hacemos de nosotros mismos y de nuestro lugar en el mundo. Leemos para disponer de un relato rico que dé cuenta de todo lo que somos, lo que vivimos y lo que soñamos. Sí, la ficción, producto de la imaginación, también es parte del mundo en que vivimos. Este no se solo la naturaleza sino también lo recreado con lenguaje, todo eso tan amplio que llamamos cultura. Pues bien, a buena parte de ella solo accedemos a través de los libros. Por eso leemos, para no vivir desterrados de nuestro propio mundo, el “mundo real” y el ficcionado.

En nuestra sociedad quienes están más abajo en la escala social son los que suelen tener menos trato con las letras. Y no por decisión propia ni por falta de inteligencia. No han consiguido captar la utilidad de la lectura y la belleza que pueden encontrar en los libros, porque sus condiciones de vida son tan precarias que para ellos leer es un lujo inútil. Para quien tiene que luchar por la supervivencia leer es una pérdida de tiempo,.

Los que están arriba en la escala social suelen leer más, porque han accedido a niveles más elevados de conocimiento y así han desarrollado una sensibilidad que les permite disfrutar de la belleza de una obra o vivir las emociones que el arte provoca.

 No obstante, el tener una buena educación previa no siempre lleva a leer. Si se observan y analizan algunos indicadores, parece que el futuro de la lectura es incierto. Muchos de los que acceden a cotas altas de influencia y de poder no son precisamente los que más tiempo dedican a los libros.

A pesar de que leer es probablemente la actividad que más transforma y beneficia a quien lo hace, el debilitamiento de los valores humanísticos ha quitado importancia a la lectura. No parece tan necesaria para aspirar a un lugar relevante en la sociedad. Otros caminos aparecen como más exitosos. Los letraheridos más bien son vistos como gentes exóticas, aunque, como la práctica de su afición es voluntaria, no sufren el estigma de la marginación o, en todo caso, es una marginación que conlleva cierto prestigio.

También se lee, o se dice que se lee, por prestigio social. Leer todavía mola. Muchos valoran la lectura aunque no la practiquen. De aquí el escepticismo que suele despertar el resultado de ciertas encuestas. Los índices de lectura que estas revelan no parecen corresponderse con la práctica real. Es un hecho constatable, por ejemplo, que el número de personas que van leyendo un libro en el transporte público ha disminuido. Lo que la gente lleva ahora en las manos es un móvil, no un libro, ni siquiera un libro electrónico.

Para ser justos hay que reconocer que la pulsión que lleva a muchas personas a leer no es tanto la pasión por conocer, por perfeccionar su capacidad de argumentar, sino la del consumo. Leen lo que aparece como novedad o lo escrito por un famoso, responda o no a las preguntas que se hacen sobre su propia vida o sobre el devenir de la sociedad en la que están inmersas.

¿Qué panorama se prevé en el futuro próximo? No es optimista, si se observa el comportamiento de adolescentes y jóvenes quienes en lugar de leer prefieren salir, ver vídeos o escuchar música. En sus conversaciones, no es un tema frecuente el comentario sobre lo que están leyendo. Esa actividad se la considera totalmente privada.

Por otra parte, incluso los alumnos que sacan buenas notas afirman que no leen. Piensan que el leer tiene poco que ver con el éxito profesional que persiguen.

No hace falta dotes sobresalientes ni una vocación especial para ser lector. Todos podemos serlo. Y lo somos en algún grado por exigencias del trabajo, por curiosidad o por diversión. Pero aficionarse a la lectura suele ser resultado de un largo proceso que muchos abandonan.   

En resumen, no hay una razón primordial por la que leen los que leen. Unos lo hacen por placer, por estar al día, por el interés de adquirir más conocimientos. Otros leen por el goce estético que proporciona una buena historia bien contada en la que pueden encontrar lo insólito, la emoción y la ternura de que no disfrutan en la vida en el grado que desearían.  

La lectura es una conversación continuada con personas, a menudo muy lúcidas, que dejaron por escrito esos pensamientos. A través de la letra impresa los tenemos a nuestro alcance. En la lectura se encuentra la compañía que alivia la soledad, porque la amistad es vulnerable, puede debilitarse por la distancia o el tiempo, pero un libro amigo siempre está al alcance.

Gustavo Martín Garzo escribía en El País: «Tal vez es la paradoja de las bellas historias, que cuanto más maravillosas y locas son más discretos y razonables vuelven a quienes las escuchan o las leen. Esta alianza entre fantasía y razón es la que da al Quijote su encanto imperecedero.»  

jueves, 23 de diciembre de 2021

TIIEMPOS Y LUGARES PARA LEER

    Leer es un ejercicio muy personal, íntimo. Es normal que se busquen acogedores rincones espacio-temporales para practicarlo.

   Daniel Pennac en Como una novela (Anagrama 2019) cuenta que un soldado destinado a la Academia de Artillería de Chalôns-sur-Marne se ofrecía voluntario cada mañana para hacer la tarea más ingrata y que más odian todos los soldados: limpiar  los váteres. Parecía el trabajo menos heroico y el más ajeno al oficio de las armas. Entre las risitas o las burlas desacaradas de sus compañeros, el volunatrio cogia la escoba, el mocho y un cubo de fregar y se dirigía hacia su trinchera. Se pasaba allí toda la mañana. Al regresar, entregaba sus armas de limpieza y saludaba militarmente al oficial de guardia.   

El secreto de su interés por ese trabajo estaba en lo que llevaba en un bolsillo, las obras completas de Nicolai Gogol. Coger el mocho le permitía leer varias horas sentado sobre la tapa de un váter cuando acababa de hacer la limpieza.

Leer intensamente requiere una reclusión total, si es posible. El lugar y el momento en que se hace es lo de menos, Quien lee así se abstrae totalmente del mundo y del tiempo para fijar su mente en lo que lee, lejos de las preocupaciones de su día a día. Con un libro en las manos, se le van las horas sin darse cuenta porque, en esos momentos, para él no cuenta el tiempo. Lejos de otras preocupaciones, su cuerpo solo está sujeto a las conmociones que le provocan las historias que lee.

El ambiente más adecuado para leer es el silencioso. En la tranquilidad del silencio, el lector adapta la velocidad de la lectura al ritmo que le pide su mente, su estado anímico o la dificultad de lo que lee. Puede detenerse en una frase o volver atrás.   

Naturalmente, el lugar más propicio para hallar esas condiciones suele ser un sitio cerrado, sin excesiva luz, lejos de la agitación, el bullicio o de los aparatos sonoros, como la radio, la televisión, el teléfono… Personas, como el escritor Peter Handke, confiesan haber leído muchas veces sentados en un váter, huyendo de conversaciones insulsas o de reuniones sociales intranscendentes.

Los libros, contrariamente a los textos que se escriben para internet o para someterse al instantáneo clic del móvil se pueden leer en un instante en los lugares más inverosímiles, donde mejor se leen es en la paz de una biblioteca o en casa, sentado en un cómodo sillón.

A nadie le gusta tener testigos incómodos en un encuentro con un amigo o con alguien que le interesa especialmente por cualquier motivo. Esa presencia indeseada puede echar a perder lo que se pretendía obtener de ese contacto. Razón de más para dedidar a ese encuentro un tiempo especial o un lugar recóndito donde no se sufra la menor interferencia. El libro es uno de esos amigos con qjuien mejor serse a solas.

Lo que se lee es algo ímtimo, del ámbito privado. Es legítimo que el lector pretenda que nadie sepa qué está leyendo. Hay autores proscritos por la censura oficial o por la presión del entorno en que uno se mueve a lo que uno puede decidir dedicarles su tiempo por los motivos que sea.  

Redundando en la idea de que el acto de leer es algo íntimo, Alberto Manguel dice en Una historia de la lectura, (Alianza 1998): «El acto de leer establece una relación íntima, física, en la que participan todos los sentidos: los ojos que extraen las palabras de las páginas, los oídos que se hacen eco de los sonidos leídos, la nariz que aspira el aroma familiar del papel, goma, tinta, cartón o cuero, el tacto que advierte la aspereza o suavidad de la página, la flexibilidad o dureza de la encuadernación; incluso el gusto, en ocasiones, cuando el lector se lleva los dedos a la lengua…» Algo así solo es posible en un recinto que preserve la intimidad.

Pero también se puede leer ostensosamente en medio de la calle. Ciertos libros que son del acervo común y están al alcance de cualquiera se prestan a ello. Nadie se extraña que se lean en cualquier lugar y en los momentos más inesperados porque hay historias que han conquistado el mundo. Cuenta Paul Hazard en Los libros, los niños y los hombres (Juventud 1977): «Felipe II, viendo desde su balcón a un estudiante que iba leyendo por la calle y que con frecuencia interrumpía la lectura para soltar la carcajada, exclamó: «O ese estudiante está loco o lo que lee son las aventuras de don Quijote». El estudiante leía, en efecto, las aventuras de don Quijote y el Rey no se equivocó. Así conquistó Cervantes en España, hace tres siglos, a los estudiantes y a los pajes; y desde entonces a todos los niños.»

Lo que venimos contando nos lleva a otra consideración. Según lo que se pretenda explorar en un libro, se puede leer a diferentes velocidades: velozmente en diagonal, o demorándose en aquellas frases que contienen una especial significación para el lector y que le gustaría retener en su memoria.

También hay lecturas que se hacen de forma solemne. Son parte importante del ritual de una celebración social o religiosa. Es el caso, por ejemplo, de un discurso en el parlamento o de las lecturas bíblicas leídas o cantadas solemnemente en la iglesia o la recitación de los salmos en el coro de un momasterio.  

Todo esto tiene muy poco que ver con ese “echar un vistado” a los titulares de un periódico que se hace sobre la barra de un bar mientras se toma un café o con esa ojeada rápida al aviso que nos acaba de llegar al móvil.

La hiperconexión que las tecnologías modernas propician nos induce a esa lectura instatánea, reflejo de nuestras prisas y nuestra labilidad o inseguridad mental. Con ese lenguaje tan reducido parece que se pretenda estrechar el espacio del pensamiento como viene a afirmar el filósofo coreano Byung-Chul Han en su libro Psicopolítica (Herder 2014) cuando escribe: «Cada año el número de palabras disminuye y el espacio de la conciencia se reduce.» Este tipo de lectura se puede hacer en el bullicioso andén del Metro en esos dos minutos que tarda en llegar un nuevo convoy.

Por suerte, sigue habiendo libros en las mesillas de noche. Tras un día azoroso, en el momento en de retirarse a descansar, el lector retoma ese libro que alimenta su espíritu. Sus pensamientos le vuelven a reconciliar con su yo interior, que tal vez mantuvo disperso durante todo el día, para proseguir con ese diálogo consigo mismo que le hace ser una misma persona a través del tiempo y de los azares de la vida activa.

Nos excusamos a menudo diciendo que no tenemos tiempo para leer. La lectura que persigue el cultivo personal siempre nos dará la impresión de que es tiempo robado a otras ocuaciones. Con ello estamos diciendo que cualquier ocupación es más importante que esta que nos mantiene conscientes. Tal vez deberíamos cambiar vuestra tabla de valoración. Como afirma Daniel Pennac, «el tiempo para leer, al igual que el tiempo para amar, dilata el tiempo para vivir. ¿Quién tiene tiempo de estar enamorado? Pero, ¿se ha visto alguna vez que un enamorado no encuentre tiempo para amar? La lectura es como el amor, una manera de ser. El problema es si me regalo o no la dicha de ser lector.»

Sin mantenemos viva la curiosidad, incluso ese tiempo que huye, el que dedicamos a los viajes, puede ser un buen momento para leer. De hecho lo es para muchas personas.

martes, 7 de diciembre de 2021

QUÉ LEER O CUÁNTO LEER

Nadie que lee reniega del leer. Por el contrario, muchos que no leen lo lamentan. Las encuestas siguen indicando que las personas valoran mucho la lectura, aunque luego no lean.

Leer es laborioso. Afortunadamente su duro aprendizaje se hace de niño, porque, de otra manera, muchos desistirían de aprender a leer. Quien no disfruta leyendo no sigue, aunque conozca la mecánica del leer. Leerá, a lo más, textos instrumentales que necesita para su trabajo o para sus estudios.

También es muy útil. Imprescindible para vivir en una sociedad “letrada”. Quien no sabe leer es como si le faltara oxígeno social, Se ahoga. Las ciudades, las redes, las vías de comunicación, las guías de uso de cualquier aparato están llenas de signos. Hay que conocerlos para orientarse en la vida. Para quien no sabe leer el mundo es un caos, un laberinto, un infierno.

Pero leer también es placentero. Para quien disfruta leyendo este placer no tiene límites. Las posibilidades de saciarse son infinitas. La biblioteca es un mundo. Un mundo en expansión.

El progreso de nuestra sociedad va ligado al nivel de alfabetización de la población. Si se parte de cuantificar como único criterio, parece que los números son buenos. Pero lo que se ha de ver es el qué y el para qué, no en el cuánto.

Se confía en que la difusión del interés por la lectura es como las enfermedades que se trasmiten por contagio. Que el contacto entre lectores produce lectores es verdad hasta cierto punto. Ese contacto cada vez más se identifica con la información sobre libros. Como en tantos otros temas, los youtubers se han lanzado a opinar sobre libros y a aconsejar su lectura. Lo hacen en muchos casos con poco conocimiento. Lo que afirman no está mediatizado por personas competentes y eso es una gran pega. Pero su información arrolladora no se hace para enseñar nada sobre los libros, sino para tener una presencia en las redes que les dé visibilidad, reconocimiento y al final dinero.  

Esta forma de proceder puede conseguir consumidores de libros, compradores, pero ¿crea lectores? Esta es la eterna cuestión.  Ahí queda. 


miércoles, 15 de septiembre de 2021

LEER PARA OTROS

 

   Para conocer qué puede ocurrir en el corazón de un niño al que le leen un libro nada mejor que recoger la experiencia de uno de los más experimentados lectores (leyó para Borges ciego) y ha escrito un libro memorable: UNA HISTORIA DE LA LECTURA, de don extraigo este texto que narra su experiencia:

  “De noche, e incluso de día (dado que frecuentes ataques de asma me obligaban a guardar cama durante semanas) me recostaba en varias almohadas hasta casi sentarme para escuchar a mi niñera, que me leía los aterradores cuentos de hadas de los hermanos Grimm. A veces su voz hacía que me durmiera; otras, por el contrario, la emoción me enardecía y le suplicaba que se apresurase, con el fin de averiguar, más deprisa de lo que el autor había querido, qué sucedía en el cuento. Pero la mayor parte del tiempo me limitaba a disfrutar con la voluptuosa sensación de dejarme llevar por las palabras, y sentía, de una manera corporal, que estaba de verdad viajando a algún lugar maravillosamente remoto, a un sitio que apenas me atrevía a vislumbrar en la última página del libro, todavía secreta. (…) No sabía entonces que el arte de leer en voz alta tenía una historia larga y viajera.”  (Alberto Manguel, Una historia de la lectura, Alianza Editorial, Madrid, págs. 135-136)

Aunque sin la presencia física del lector, las nuevas tecnologías permiten, a través de los audiolibros cuidadosamente narrados, esa misma experiencia en momentos en que no se puede leer de otra manera (en el coche, por ejemplo). La misma mágia, la misma voluptuosidad de las palabras, las mismas emociones, el mismo despertar de la curiosidad, el mismo vuelo de la imaginación que seguro que van a incitar al niño a procurarse ese placer por sí mismo en el momento en que pueda tener un libro en sus manos

domingo, 27 de diciembre de 2020

LA LECTURA, UNA VENTANA

 

La ventana es una buena metáfora de la lectura. Leer es mirar por esa ventana a panoramas nuevos. A veces se abre también a lo que hay al otro lado del espejo donde aparecen los mundos de la imaginación comenzando por los propios de quien mira. En ese caso es una ventana abierta a la introspección.

Hay quien sólo mira el mundo a través de sus propios ojos. Por muy penetrante que sea su mirada le aportará menos datos que la de quien lo mira a través de la ventana que le abre también la mirada de los demás.

Los libros son ventanas por las que miraron otras personas antes que nosotros. Muchas de ellas tenían una aguda inteligencia y un hábito poco corrienten de mirar analizando. Si además poseían el don de contar bien, habrán creado una ventana fabulosa que nos ayudará a mirar la realidad, El novelista portugués Antonio Lobo Antunes afirmaba algo semejante de esta manera: “Lo que me maravilla de los libros que me gustan es que me abren puertas, que me muestran rincones que yo no conocía de mí o que tenía miedo de explorar”.